‹ Prequel: The Rising Sun

El Camino del Noble

Prologo

Prólogo

Diciembre 25, 1100d.d.c.
Belén, Galilea

De todos los incontables rincones de Tierra Santa había peregrinado la bulliciosa gente a presenciar la histórica coronación.
Dentro de la basílica de la Natividad, una increíble cantidad de gente se encontraba en solemne silencio, de rodillas, orando al nuevo rey que estaba por ser ungido con los oleos santos. Dentro del recinto, se podía ver una exuberante riqueza en joyas y vestidos: los duques, archiduques, condes, vizcondes, príncipes y princesas ocupaban los asientos de enfrente, después los caballeros y hombres de armas, y al final, aquellos ciudadanos, mercaderes, y artesanos lo suficientemente importantes como para presenciar la coronación desde cerca.

Las tres naves de la basílica, con sus paredes cubiertas de mosaicos y sus romanescos suelos estaban atiborradas de los linajes sangre azules que acompañaban fielmente al rey. Incluso en el ábside, alrededor de la estatua de la Santa Madre de Dios, se encontraban encerrados aquellos que no eran lo suficientemente importantes para ver de cerca al rey. La compleja red de lámparas que colgaban de las paredes iluminaba intensamente la sagrada ceremonia.
Debajo de ellos, se encontraba el recinto sagrado, donde el Señor había sido enterrado, marcado por un agujero en medio de una estrella de catorce puntos, con una lámpara de plata en cada pico, cubierto por un altar sagrado.

Fuera de la basílica, una multitud dos veces más grande que la del interior se apilaba para lograr ver el proceso del ritual. De lejos pareciese como si una nube de harapos y hedores tratase de infiltrarse en la basílica, pero los guardias armados tenían estrictas órdenes de no dejar que nadie que no tuviese un titulo pasase.
En el interior, el Patriarca Dagoberto de Pisa aprovechó la ocasión para relatar durante su oficio de aquel día, la historia del gran Rey David, el unificador de Israel. Aquel humilde pastor que con su arpa y su rebaño se convirtió en el glorificado del Señor y condujo al reino de Dios a una era de prosperidad y paz legendaria. Y del mismo modo debía ser el deber del nuevo rey de Jerusalén buscar la paz y la gloria del Padre, de nuestro Señor, del Espíritu y del pueblo elegido por Yahvé.
El poderoso Patriarca se acerco al rey, y delante de toda la multitud y con voz como de mil truenos exclamó:
“¿Solemnemente prometes gobernar el pueblo de Jerusalén, Belén, y toda Tierra Santa, y de tus posesiones y de cualquier otro territorio perteneciente a estas, de acuerdo a sus leyes y costumbres?”

Fue entonces que un silencio mortal se adueño de la basílica, donde todos expectativos callaban para escuchar la afirmación que daría al Ungido la posesión del imperio más sagrado de todos cuantos existen en la tierra.
Frente al Patriarca Dagoberto, quien sostenía la preciada corona frente a él mismo, se encontraba hincado el segundo hombre mas poderoso, quien vestido con una armadura plateada lujosamente bordada y decorada con cuentas de oro y otras piedras preciosas, llevaba su largo y dorado cabello recogido con un listón de seda color carmín, y cubierto por una capa rojiza con borlas de oro; dirigió su mirada al suelo, sus azules ojos escondidos tras sus parpados, y sus delgados labios potentemente liberaron la voz:
“Solemnemente prometo hacerlo.”

En realidad, el Pacto de Coronación no era mas que una pretenciosa formalidad, pues aquel hombre ya se consideraba rey desde hacia medio año, y en los seis meses que Tierra Santa lo contuvo en sus relieves, fue testigo del indomable valor de su nuevo regente. Dagoberto suspiró, y frunciendo el ceño continuó:
“¿Harás tu, que con todo tu poder se ejecute la Ley y la Justicia en la Piedad en todos tus juicios?”
-Lo haré.-

A continuación seguía lo que todos esperaban ansiosos, sus ojos abiertos como los chacales ante una presa desvalida. El rey ya había jurado a los deberes del Estado, pero seguía jurar a los deberes de la Santa Iglesia, y el drama entre el rey y Dagoberto era bien conocido por todos. Aun así, se fingía en la ceremonia un aire de hermandad y confianza. Dagoberto se permitió un momento para su siguiente línea, pues era la que le daba el consuelo de que aunque no fuera él el regente de Tierra Santa, el nuevo rey estaría atado imperturbablemente a las Santas Leyes. Tomó una gran bocanada de aire, como si queriendo que todo el mundo oyese la siguiente sumisión:
¿Mantendrás con todo tu poder las Leyes de Dios y la verdadera profesión del Evangelio? ¿Mantendrás con todo tu poder en Tierra Santa la única y verdadera religión Cristiana? ¿Mantendrás y preservaras inviolablemente el acuerdo de la Iglesia con Jerusalén, y la adoración, disciplina y gobierno tal como la Ley lo a establecido en Inglaterra? ¿Y preservaras la obediencia a los Arzobispos y al clero de Tierra Santa y a las Iglesias aquí cometidas bajo su cargo y respetar sus derechos y privilegios que por la Ley le pertenecen a todos ellos?

El día había llegado a su clímax: el nudo donde Estado e Iglesia se entrelazaban en un estrecho pacto de sumisión al Dios en lo alto, así como Dios nos había bendecido con sus pactos a Noe a quien prometió la seguridad eterna contra su implacable ira; Abraham a quien prometió una descendencia tan infinita como los granos de arena y las estrellas del cielo; y al Rey David a quien prometió el Trono de Israel a todo su linaje hasta el fin de los tiempos. Y con el sacrificio de su Hijo nuestro señor Jesucristo de Nazarea, Dios nos había regalado la más valiosa muestra de amor: la salvación eterna.
Y por todos estos pactos que había conjurado Dios con los hombres, era tiempo de que los hombres pactásemos obediencia al Padre y a sus Leyes, por lo que el rey levanto los ojos hacia la Biblia del Altar, y con ojos llorosos le contesto así al Patriarca:
“Todo esto prometo hacerlo.” Acto seguido se levanto y dirigiéndose al altar, puso su mano derecha en las Sagradas Escrituras y se dirigió a la imagen del Redentor en la cruz. –Las cosas que e aquí prometido, llevare acabo y mantendré, sea así la voluntad de Dios.-

Entre el clero surgió un incontrolable mar de susurros, pues la costumbre era que el Arzobispo, o en este caso el Patriarca, acercara la Biblia al coronado, pero al acercarse el rey por su propia cuenta al Altar, había mandado un mensaje al pueblo: Yo soy el Rey de Tierra Santa, y no necesito a ningún Patriarca ni Arzobispo para someterme a las Leyes de Dios en el Cielo y en la Tierra. Claro que el mensaje fue sutil y solo aquellos más perspicaces lograron captarlo. Entre la nobleza surgió una serie de aplausos más controlados y elegantes, aun así uno que otro no se controló a gritar: ¡Viva por siempre el Rey!
Dagoberto entonces le dio la espalda a la congregación para dirigirse al rey, quien sobre los escalones del altar, se arrodilló y acto seguido recibió sobre su cabeza el símbolo de poder y la responsabilidad del Reino de Jerusalén.
-Balduino de Bolougne, llegaste aquí siendo un guerrero valeroso, y es ahora por la Gloria de Dios que te has convertido en Rey de todos los que te rodean. Levantaos pues, Balduino Primero, primer Rey de Jerusalén y ocupa el trono que por el Derecho Divino te pertenece.-

Balduino Primero de Jerusalén se alzo del suelo entre clamores y vítores de alegría procedentes de cada rincón de la Basílica. Se dirigió a la nave y la multitud le abrió paso cuando salía del recinto agradeciendo y despidiéndose de todos los que le rodeaban, pues no tardaron en acompañarle los más influyentes nobles y adinerados terratenientes para ofrecer sus servicios al nuevo rey, abandonó el recinto.
-¡Larga vida al Rey!-

Génova, Italia

Todo o nada. El polizonte sabia que había arriesgado su vida y la fortuna que le quedaba al haberse infiltrado en ese inmenso barco: Un gigante navío de guerra estaba siendo azotado por las irreverentes olas del Mar Mediterráneo, poniendo a prueba a los cientos de Cruzados que lo abordaban para llegar a Tierra Santa a defender el reino contra los infieles. Los oscuros cielos que sobre ellos se alzaron estaban cubiertos de espesas nubes negras que centelleaban con ensordecedores truenos y rayos cegadores. Aunque resultaba muy improbable que un barco tan inmenso como aquel fuese hundido por unas cuantas olas, aquel día pareciese que el mismo Dios impidiese el paso a los Latinos hacia el hogar de su Hijo. La cubierta, la proa, la popa y todos lados del barco estaban siendo aplastados bajo miles de toneladas de agua salada que se levantaban 20 metros por sobre el nivel del mar.