Bajo la luna

Dos

A esas horas de la noche, el castillo estaba oscuro y en el silencio más absoluto. Dorcas sólo oía sus pasos y los de Remus, que avanzaba un poco más adelantado que ella mientras sostenía en su mano izquierda su varita iluminada y un extraño mapa que parecía mostrar los pasillos por los que avanzaban y que Remus miraban continuamente. Se sentía observada e intranquila, pero el contacto con Remus, que no había soltado su mano desde que salieron de la sala común, la hacía sentir más segura. Confiaba en él. Sabía que no le pasaría nada mientras estuvieran juntos.

Cuando llegaron al primer piso, Remus se giró en el pasillo de la derecha y se detuvo delante de una de las armaduras que estaban alineadas en el corredor.

— Es aquí —susurró.

Dorcas lo miró, confundida, pero entonces él soltó su mano y agarró fuertemente la espada que la armadura sostenía entre sus manos, apoyada en el suelo. Tiró de ella hacia arriba y la espada se levantó apenas unos centímetros. Remus sonrió a Dorcas y asintió. Ella seguía sin entender nada, pero justo en el momento en que iba a preguntarle qué estaba haciendo, la armadura empezó a girar muy lentamente hacia atrás, dejando visible un estrecho pasillo con unas empinadas escaleras que descendían.

— Vamos —susurró de nuevo Remus, y volvió a coger la mano de Dorcas mientras se adentraba en el pasadizo.

— ¿Dónde vamos, Remus? ¿Qué es esto? — preguntó. Se dio cuenta de que era la primera vez que le hablaba en toda la noche.

— Es un pasadizo, uno de los muchos que hay en el castillo. Este en concreto nos llevará a la orilla del lago. —Remus no pudo evitar reír cuando miró a Dorcas y vio sus ojos abiertos como platos. — Tranquila, te lo contaré más adelante… Ahora no es el momento.

Después de un par de escalones más se detuvieron ante una pared de ladrillo sobre la que Remus golpeó tres veces con su varita. La pared se abrió lateralmente y ambos salieron al exterior. Dorcas notó la fría hierba cubierta de rocío bajo sus calcetines. Había olvidado ponerse zapatos. Aunque la primavera se acercaba poco a poco, el clima en Escocia seguía siendo frío, y un súbito soplo de aire la hizo estremecer.

— Lo siento, olvidé decirte que te pusieras algo más de ropa —dijo Remus quitándose la chaqueta. — Toma, póntela.

Dorcas la aceptó y le dio las gracias mientras caminaban hasta el sauce. Su sauce. Era un árbol enorme a la orilla del lago donde los Merodeadores y las chicas se solían reunir. En otoño se sentaban bajo sus grandes ramas, resguardados del viento, y charlaban o acababan sus deberes. En invierno se juntaban allí para hacer peleas con bolas de nieve, y en primavera se tumbaban a la sombra y disfrutaban del buen tiempo y del calor. Dorcas sabía que echaría de menos el sauce cuando dejara Hogwarts: habían pasado muchos momentos allí, y tenía tantos recuerdos…

Remus se sentó bajo el árbol, apoyado en su tronco, y Dorcas lo imitó, acercando más a su cuerpo la chaqueta de Remus. Cuando inspiró se dio cuenta a que olía igual que él.

— A lo mejor no deberíamos haber salido fuera. Hace mucho frío. ¿Estás helada, verdad? No ha sido una buena idea, deberíamos volver al castillo… — dijo Remus titubeante mientras movía su cabeza y miraba al suelo.

— Estoy bien, no te preocupes —contestó Dorcas sonriéndole. — Dime, ¿de qué querías hablar? ¿Por qué me has traído aquí?

Remus sonrió antes de responder, pero su sonrisa no era la sonrisa que volvía loca a Dorcas, no era la sonrisa que la había hecho enamorarse de él. Era triste.

— Los dos sabemos de qué quiero hablar, Dorcas. Pero primero hay algo que te tengo que contar.

Seguía sin mirar a Dorcas: su miraba estaba entonces dirigida al cielo. A la luna. Una enorme luna creciente brillaba sobre negro, negro azabache. Era una noche clara y serena, ninguna nube cubría el cielo. Dorcas miró también la luna. Estaba segura de que sabía en qué estaba pensando Remus: en dos semanas diría a todo el mundo que se encontraba mal, o que tenía que ir a cuidar de su madre, o se inventaría cualquier otra excusa para tratar de explicar otra ausencia de un par de días, quizás tres.

— No soy un chico normal, Dorcas. No soy como el resto. —Tragó saliva mientras tomaba la mano de Dorcas y la apretaba. Parecía no encontrar las palabras adecuadas. La miró, luego brevemente volvió a mirar la luna, y luego volvió a mirar a Dorcas a los ojos.— Verás, yo…

— Lo sé, Remus.

Los ojos de Remus se abrieron mientras, sorprendido, negaba con la cabeza.

— ¿Qué? ¿Lo sabes? No sé si estamos hablando de lo mismo…

— Sí, Remus. Sé lo que eres. Sé que eres… sé que eres un hombre lobo —contestó Dorcas. Sus últimas palabras fueron apenas un susurro.

— ¿Qué? ¿Cómo lo sabes? —Parecía confundido, aliviado, enfadado.— ¿Quién te lo dijo? ¿Fue uno de los chicos?

¬— No, Remus, nadie me lo dijo— respondió Dorcas, negando con la cabeza.— Fue fácil de adivinar. Tus ausencias siempre coincidían en el mismo momento, y nunca me creí ninguna de tus excusas. Cualquiera que se hubiera parado a pensar sobre ello habría podido deducirlo.

— ¿Desde cuándo lo sabes?

— Desde quinto curso.

Remus asintió y volvió a mirar al suelo. Parecía querer decir algo más, pero no se atrevía. Dorcas espero mientras acariciaba su mano, queriendo infundirle confianza con ese pequeño gesto.

— Entonces… Supongo que ya sabes por qué actué así. Por qué te rechacé aquella noche, por qué intenté evitar el tema cuando me quisiste hablar de ello. Por favor, no te enfades conmigo, Dorcas. Sólo trata de entenderme.

Dorcas miró a Remus, incrédula. Ahora era ella la que estaba confundida.

— No sé qué quieres decir, Remus. ¿Qué tiene que ver eso con que me rechazaras?

— Dorcas, es evidente —contestó con una forzada y triste sonrisa. — Yo no… no te convengo. No debemos estar juntos.

¬— ¿Por qué? Remus, no entiendo qué quieres de-

— ¡Dorcas, soy un hombre lobo! —replicó Remus interrumpiendo a Dorcas.

— Pero no me importa, Remus. ¿Es que no lo ves? Ya hace años que lo sé, y aún así me gustas y quiero estar contigo igualmente.

Mientras pronunciaba esas palabras, Dorcas agarró con más fuerza la mano de Remus, lo miró más intensamente a los ojos. Quería que lo viera, que viera que estaba siendo sincera. Nada de lo que él dijera le importaba, nada de lo que dijera iba a hacerla cambiar de opinión.

Con una sonrisa triste, Remus acarició con su mano izquierda el rostro de Dorcas. La luz de la luna brillaba sobre ella, y estaba tan bonita que se le hacía muy difícil volverla a rechazar. Sabía que hablaba en serio cuando decía que no le importaba su condición, y eso era lo que más le dolía, pero tenía que hacerlo por ella. Ella no lo entendía, él tenía razón.

— No se trata de eso, Dorcas. Sé que no te importa, pero no podemos estar juntos. Soy peligroso. Podría perder el control estando contigo y… ¡ni siquiera quiero pensar en lo que podría pasar! Además, tú eres inteligente, eres guapa, eres joven. Tienes un futuro brillante por delante. Yo… En fin, nadie querrá darme trabajo. Sabes que los hombres lobo estamos estigmatizados. No importa lo que haga y cuanto trabaje, nunca-

Las palabras de Remus se vieron repentinamente interrumpidas por un beso. Dorcas no sabía por qué lo estaba haciendo, ni siquiera había pensado antes de actuar. Sólo sabía que Remus no paraba de hablar y que estaba diciendo tonterías y que quería encontrar el modo de demostrarle que no le importaba nada de lo que dijera. Sabía que no era peligroso: conocía a Remus, y nunca sería capaz de hacerle daño, y sobre su futuro… ¿qué importaba eso entonces? Estaba segura de que se las arreglarían siempre que estuvieran juntos.

El impulso de Dorcas tuvo el efecto que quería en Remus, porque en el momento en que sus labios rozaron los de Dorcas, todos los pensamientos que llenaban su cabeza y que había estado intentado explicar desaparecieron. Sólo podía concentrarse en su olor, dulce como la vainilla; en sus manos, que rodeaban su cuello; en sus labios, suaves y húmedos, moviéndose al compás de los de él…

— Te quiero —dijo Dorcas tan pronto como el besó terminó. Seguía rodeándolo con los brazos, y él la había cogido por la cintura, así que estaban tan próximos que sus narices se rozaban. — No me importa lo que digas, no me vas a hacer cambiar de opinión.

Remus sonrió, y Dorcas sonrió también porque esta vez sí era esa sonrisa que la volvía loca, que la había hecho enamorarse de él.

— Me alegro de que seas tan cabezona, porque ya no quiero hacerte cambiar de opinión. Yo también te quiero.