Pies

En la planta de mis pies.

La tristeza llega a mis pies, descalzos y limpios, y se adhiere a mis plantas como una firma indeleble, una marca escarlata que asciende a mis dedos, transita por mis tobillos, se aferra a mis talones. Poco a poco, esta piel desvalida y desabrida se cubre de un gris oscuro, a medida que sube por mis pantorrillas, clava sus uñas en mis muslos e inhala el olor de mi sexo, alguna vez virgen, y penetra con violencia para salir y subir por mis caderas, marcando con dientes filosos las palabras que me esclavizan y me disfrazan este martirio. La tristeza sube por mi espalda, me quiebra las vértebras y me succiona la médula, pasea con delicadeza mis hombros y justo en el espacio del corazón, clava un puñal marchito y lo hunde para que el líquido de mi alma se derrame y se seque a la luz de la luna maldita que ilumina con fuerza este acto de salvajismo. Trato de gritar, de pedir un respiro, pero de nada sirve: mi tristeza ha devorado mi garganta, la ha consumido en esta piel de serpiente que me recubre y sube por mis orejas hasta entrar a mi boca, trocear mi lengua, cerrar mis ojos y volverme ciega; tapar mi nariz y subir a mi cerebro y entonces, entonces allí llega el momento decisivo, la bala de plata que perfora mi cráneo, que me deja indecisa, que me asesina bajo la mano dominada por la tristeza certera de lo inútil de la vida.
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