El Ocaso de los Dioses

El Despertar Ario

En su interminable vigilia, Samsahra dio vuelta a una hoja del libro del Destino y se irguió de su trono para observar como se desenvolvía este capítulo en la historia de Maya, el mundo material.
La Obscuridad prestaba atención solo por una curiosa afección, como la de un amo por su mascota. Y su capa de neblinas ondeaba con el tamboreo de sus lúgubres latidos en el silencio del Vacío.

Vino a ocurrir, que del seno de Gaia, y la semilla de Chronos, nacieron los Arios. En medio de la obscuridad de la noche, cuando los ojos de Chronos descansaban de la Creación y el universo se vio obscurecido a pesar de la luz de los Astros, fueron emergiendo uno a uno los hijos de la luz, brotando frente al Gran Lago y frotándose sus pechos para mitigar el frío del agua que los empapaba. Fueron emergiendo cada vez más, hasta que todo el frente del lago hubo estado repleto y no cabían más, como por obra del Destino, dejaron de aparecer, y el número exacto de Arios que podían ocupar aquel territorio cómodamente fue el que apareció aquella noche.

Los primeros Arios eran inmensamente bellos: sus cabellos lucían intensos colores negros, blancos, dorados, y castaños, y eran lacios como rayos de luces. Sus ojos eran hipnotizantes, algunos eran tan dorados como su cabello, otros negros como el Vacío, muchos eran azules como el azul del Lago al ser iluminado por las luces de la ciudad sumergida de Par, y otros eran verdes, un color nuevo jamás antes visto, si no tan sólo en las aves de Ziz llamadas en la lengua humana Quetzal. Su rostro era perfectamente proporcionado, una nariz derecha, con labios finos y de un color carmesí, pómulos firmes pero no muy marcados, y una estructura ósea en particular fina y elegante. Su piel era blanca rayando en lo luminoso. Parecían destellar una tenue luz blanca desde su cuerpo y en algunos era más perceptible que en los demás. Si bien el detalle que más resalta en ellos son las dos alas colocadas firmemente en su espalda alta. Midiendo aproximadamente dos metros, y de una blancura tal que los mismos Astros se verían opacos junto a ellas, esas alas fueron motivo de leyendas y poemas, ya que eran símbolo de poder, sabiduría, belleza, y habilidad.

A estos Arios salidos del Gran Lago se les llamó Areoley, nombre que en su lengua significa Gente de la Luz y fue usado sólo por ellos mismos, los Dioses, y las primeras generaciones del Éxodo. Pero con el pasar del tiempo el nombre perdió su significado al terminar el Gran Camino, y jamás se volvió a recordar el tiempo en que los Arios fueron los gobernantes absolutos.

Aunque si bien todas las castas Arias brillan con esa luz especial, con el pasar del tiempo las facciones corporales se fueron diversificando debido a la separación de las Casas y de los hogares que tomaron, pero esa primera generación, la mas hermosa y talentosa fue siempre añorada por sus descendientes, y esa luz corporal, o aura, se fue atenuando poco a poco hasta quedar en el olvido.

Y los Dioses Chronos, Gaea, Él, Ziz, Liwyatán y Bahimut, acomodados todos frente a la masiva congregación miraban con asombro el despertar de las creaturas más hermosas que jamás han existido.

Ocurrió que la asustada masa de recién nacidos posó sus eternos ojos en los Dioses, y apartose del grupo un ario alto y de cabello carmesí como el fuego y ojos de un dorado incandescente. Su aura era rojiza y dorada, y al ver a Él, con su aura del mismo color, se sintió confiado y acudió a este Dios, acompañado de un octavo de los arios y se postraron a sus pies y le nombraron Yahveh, el Dios del Fuego. Y Yahvé los recibió con brazos abiertos y pronunció ante ellos estas palabras:

“Hijos de Gaea, hijos de Chronos, por obra y mandato del Destino habéis llegado a estos dominios, tierra de luz en un mar de obscuridad. Dejad que aquellos allegados a mi disfruten por siempre del fuego sempiterno, inextinguible de su Dios Yahve.”
Acto seguido, llevó a ese grupo de Arios al muro oriental del Castillo de Cristal y les mostró el Edain frente a ellos y sus hogares detrás, en el Castillo. Prontamente poblaron todas las viviendas y plazas, confeccionaron prendas en forma de llamas y adornaron a sus hijos con rupias y oro.
Yahveh entonces se le acercó al primer Ario que acudió a él y le dijo:

-Por mi poder os concedo a vuestro linaje el poder del fuego oculto, y por vuestra bravura serás siempre reconocido como el rey de la casa de Yahveh y vuestro nombre de soberano será Phaeros, el fuego eterno.
Luego viendo a los Astros del cielo y creciendo dentro de su divino pecho la llama del Deseo, dijo así a Phaeros:

-De vuestra casa nacerá el astro mas grande y precioso de todos cuantos alumbran este obscuro firmamento, y será como un gran escudo de oro que cortara las tinieblas y desechará de vuestros hogares las sombras para nunca más vivir en obscuridad. Cuando el tiempo de los Ojos de Chronos se haya acabado, será la luz de la casa de Yahveh la que alumbrara el abismo en tiempos de maldad.

Y con esa lúgubre profecía que contenía la esperanza en un caos por venir, Phaeros sentó a la derecha del trono de Yahveh y vio a su gente crecer y desenvolverse, como llamas en un bosque seco se expandieron, rama por rama, hasta dominar todo cuanto estaba a su alcance. Y Phaeros tomó por consorte a Amal, de quien se dice danzaba con un son sin igual y embelezaba a los incautos observadores, dueña de las llamas y de las ascuas. La casa de Yahveh siempre fue la primera en todo, la primera en acudir al llamado de ayuda, de guerra, de exploración, de mandato. Los arios del fuego jamás dudaban, eran siempre impulsados mas lejos por su espíritu indomable y en tiempos de crisis eran ellos siempre los que sacaban adelante al pueblo Ario.

De vuelta en el lago, el ario con las alas más impresionantes se alzó, con su melena inmaculadamente blanca y ojos verdes como el esmeralda, y un resplandor blanco con el mismo color de sus ojos. La blancura de su piel era quizás la mas pura de todos los Arios y sus alas eran las mas grandes y hermosas. Fue él quien se alzó de las costas del Gran Lago y se acercó a Ziz, admirado por las alas del Gran Dios y por su aura tan parecida a la suya. Un octavo de todos los Arios lo acompañó, y entonaron al mismo son el nombre de su Dios: Renamim, el Dios del Aire.

Renamim no dijo mucho, pero lo que dijo fue siempre recordado pues era el Dios de la Sabiduria y sus palabras cargaban siempre con el peso de los años. Sus ojos estaban cerrados cuando sus labios se abrieron:

“Hijos míos, aquellos decididos a seguirme son en numero los mas pequeños, pero sepan que sus números en la mente serán siempre los mayores, y no temerán jamás a mal alguno, pues sus ojos penetraran la neblina de la ignorancia con rayos de conocimiento.”

Y los llevó a las torres del Norte. Aquellas altísimas edificaciones contenían cientos de habitaciones para el reducido número de sabios Arios. Estrechos puentes techados con arcos puntiagudos conectaban las dichas torres, pero los Arios de la casa de Renamim poco a poco desarrollaron al máximo el uso de sus alas, y volaban de lado a lado sin usar sus pies. Por ello sus prendas consistían en ropas inmaculadas, simples y un poco ajustadas, sin mucha ornamentación, para que ni capas, collares, o espadas pudieran afectarles al remontar el vuelo.

Renamim se acercó con el primer Ario que se puso de pie ante él, y lo envolvió con sus alas en el abrazo fraternal de la casa de Renamim, y le susurró al oído:

“En mi casa, voz aprenderéis algo que nadie mas os puede dar. Abriréis los ojos, veréis aún en la más densa obscuridad, usando mis penetrantes ojos. Veréis a través de la mentira, del tiempo, del espacio. Vuestra sabiduría vendrá del correcto uso de las séfiras. Pero guardaos el secreto, pues es un regalo del padre para vos. Seréis vos, rey alado Sephyr quien regirá el conocimiento de vuestro pueblo, de las cuatro casas, y hallará paz al final del camino. Engendrara vuestra casa al Ario mas trascendente de toda la historia, sea para bien, o para mal. Que los Ojos de Dios os guíen.”

Y al pasar su mano por los ojos de Sephyr, estos se abrieron, y el color cambio doce veces, pues doce son los muros que pueden traspasar las séfiras, los ojos de la Zephyroth, el arte de la Visión. Y Sephyr sentó en su trono, abriendo los ojos de par en par, observando las inmensidades del Río Blanco y divisando aún más lejos, a la obscuridad que escondía las entrañas de los astros. Observó a su pueblo, los Alados, desenvolver sus plumas y tratando de alcanzar los limites inexistentes del negro firmamento.

De haber enfocado su vista en el lado correcto, hubiera sido capaz de prever la carga emprendida por las obscuras neblinas que se avecinaban velozmente sobre el Castillo de Cristal.

Los Dioses observaban aún a los Areoley restante, Phaeros y Sephyr formaban parte ahora de la compañía de los Dioses, inquietantes de ver como se desenvolvía el proceder de los que aún yacían en el lago.

Una aria se apoyó en sus brazos para levantarse, con su cabellera obscureciéndole su gacho rostro. Pero al pisar con su pie derecho, resbaló y cayó, pero Sephyr, quien con su séfira había visto antes que todos el tropiezo, la tomo de su mano y evito que se golpeara. Ella lo miró a los ojos y se incorporó, y Sephyr vio de antemano el intrigante resplandor que emanaba de esa creatura.

Sus alas eran más lisas que las demás, y su piel era igualmente impecable. Sus ojos eran azules de un tono parecido al de una estrella. Su cabello negro y lacio le caía sobre la espalda y su figura femenina era de unas delicadas curvas discretas, pero hermosas. Caminó con gracia, dejando la mano de Sephyr colgada en el aire, y contoneaban sus caderas, irradiando deseo aún siendo tímida y cautelosa.

Quizás se hubiera acercado a Gaia por ser la única Diosa entre los Grandes Regentes, pero sus mirada la atrajo Liwyatán, quien con sus azuladas prendas y prominente figura invitó a la aria a acercarse. Sus miradas se cruzaron, y una marea de resplandor bailó alrededor de todos los que siguieron a la Aria.

Liwyatán llevó a su prole devuelta al gran Lago, causando confusión en la mirada del último grupo de Arios, y la curiosidad de los demás Dioses. Se sumergió sin dudar y le siguieron todos los demás, para descubrir en el fondo del lugar una enorme ciudadela, con techos puntiagudos y cúpulas y arcos inmensos. La multitud asombrada entró a los hogares que les esperaban, y contemplaban las fuentes y los riachuelos, los enormes puentes y las calzadas tan hermosas edificadas por Liwyatán. Cabe mencionar, que el embellecimiento de la ciudad se daría por parte de los Arios de la casa de Leviatán, como llamaban ellos a su Dios, en los días posteriores a su despertar en el Gran Lago.
Cuando Leviatán pudo estar solo con la aria, la acercó con un gesto y le susurró:

“Mi querida Fanin, toda esta gran ciudad, la mas esplendorosa de todas las ciudades jamás edificadas en el espacio y el tiempo, es tuya para gobernar. Sólo ustedes pueden sobrevivir en las profundidades del agua, respirándola y viendo a través de ella. Y con las corrientes cambiantes y las mareas andantes, su espíritu evolucionará rapadamente, por ello serán ustedes quien dará la cultura al pueblo Ario, el arte, la escritura, la pintura y la danza. Su pueblo será siempre la vanguardia de las corrientes artísticas y serán ustedes los más aptos para el embellecimiento de cualquier estructura. Buscad siempre a Sephyr, quien os brindara su ayuda en tiempos de necesidad, y se temerosa de Phaeros, pues el fuego es una sustancia que quema el cuerpo y el alma.”

Y así sentó Fanin en su trono, contemplando los trabajos que ya comenzaban a cambiar el rostro de su ciudad, el grandioso Atlante.

Los últimos Areoley se irguieron vacilantes, y aquel que intercedió por ellos ante Bahimut fue Arriet, el Ario más grande e imponente de la historia. Su inmenso tamaño era solo tan grande como su corazón. Los Dioses no se dejaron engañar por su grandeza física, pues vieron a través de él su sencilla mente y humilde alma, el más tierno y noble de los Arios y a la raza mas solidaria y amable de todas. Al instante vio Phaeros el inmenso potencial de esta raza tan fornida pero lo oculto bajo las llamas de su discreción.

Los Arios llamaron Behemoth a su Dios patrono, y este los llevó a una región del Castillo tan inmenso como desolado. En un inmenso cráter, una cantidad igualmente inmensa de material para trabajar, en rocas, joyas, y metales se encontraba brotando del suelo y los muros de su hogar. A este lugar lo bautizaron como Dundayin, “el desierto de los tesoros”.
La más alta de las montañas, nombrada Hor Althem fue el lugar del trono de Arriet, el rey Arriero, como lo llamaron sus compatriotas, por trabajar la tierra junto con todos, sin importar distinción o clase social.

Behemoth, alzado en toda su grandeza le aconsejo a su Rey protegido:

“Arriet, tuyo es todo este reino, el más grande de los dominios Arios. Esta lleno de tesoros que brillan como los ojos del Padre, pero atended a mi consejo, que esos son tan sólo tesoros materiales, y por mas bellos que sean, su majestad será tan sólo pasajera.”
Arriet, viendo la media docena de anillos que ya se entrelazaban con sus dedos, y la armadura dorada que abrazaba su pecho, sintió vergüenza y retiro su indumentaria de Rey, quedándose con la túnica blanca original con la que nacieron todos los Arios. Postrándose a los pies de Behemoth, le contestó con vehemencia:

“Mi señor, sean estos tesoros pasajeros, para que no engañen el corazon de mi pueblo con falsas promesas de grandeza. Otorganos la claridad del alma para buscar siempre la felicidad en nuestro interior, y no en los regalos de la madre tierra, que aunque bellos, satisfacen el cuerpo y no al corazón.”

Behemoth sonrió, y colocando su mano sobre la cabeza gacha de Arriet, lo acarició y le aseguró:

“De todos los hijos de Gaia tienes el corazón mas noble, y mientras dure el Primer Hogar esa será vuestra bendición, pero a menos que os aprendáis de Sephyr las artes del pensamiento, vuestra bendición se transformara en la maldición que traerá la ruina sobre tu pueblo, y al llegar el ocaso, esta será la causa de la ruina de todo el mundo Ario.”

Y así corrió el Rey Arriet a los campos, arando los cultivos y minando los tesoros, para ofrecerlos de regalo a sus hermanos arios, recibiendo el la verdadera grandeza en las joyas: la satisfacción del amor, de alguien que regala su tesoro más valioso a cambio del agradecimiento.

Y Behemoth sonrió a todo esto que era bueno, y sentó en el trono del Castillo junto con Yahve, Leviathán, Renamim, Chronos y Gaea. Y la dorada armadura aguardó en silencio, el momento de su destino fatal.