Obituario.

Primera Parte.

¿En donde reside la dificultad de hablar o escribir con absoluta honestidad sobre ciertos aspectos de la vida? ¿En el miedo? ¿En la privacidad? ¿En el misterio? ¿En la ignorancia?

He contado, a cuentagotas y a grandes rasgos, mi vida. La he esparcido por pedazos, concentrándome en las partes que menos me duelen y apenas he profundizado sobre algunas que prefiero no contar, no por miedo a los juicios, sino porque mi memoria los ha vuelto confuso, ajenos, impersonales. Los cataloga como algo que fue pero no tiene importancia. El arresto, la visita a la cárcel, los abusos verbales, el rechazo, los sueños destrozados, el desconcierto, el aislamiento, el cuestionamiento, la expulsión, la estabilidad, el cáncer, la ausencia, el duelo, la muerte, el rompimiento, el sexo, el ingreso fallido, la depresión, la renuncia, el dinero, el desamor. Todos expuestos pero ya no los recuerdo bien, porque ahora creo que no son míos. Que mi vida ha tenido la misma línea recta desde que nací y nada ha cambiado, mientras que otras existencias sí que han cambiado, vidas que sí vale la pena contar y rememorar.

Hoy pensé en reestructurar mi memoria poniendo por escrito todo lo que fue tener en la vida a alguien a quién la muerte rozo desde siempre y quién al final murió sin explicar nada, dejando un caos que aún nadie puede resolver, pero que todos dan por hecho que está resuelto. Pero no estoy segura si debo y sobre todo si quiero hacerlo, si merece la pena, si de verdad importa establecer un orden para saber porqué una ausencia me duele tanto si cuando reviso mi vida, el impacto de ella no fue tanto, sino que más bien fue una sombra constante y absoluta, un ser desconocido cuyas penurias pude conocer una vez muerta, una persona que se creyó el centro de la existencia y al final no fue ni centro ni satélite, me parece que a ratos fue nada.

A una semana que se cumplan cinco años todavía me cuestiono si esto es duelo o es la respuesta a no entender bien la muerte y las razones por las cuáles las personas se mueren. Alguna vez escribí que “la muerte me reveló que así como no importa el tiempo ni la edad, así tampoco importa la existencia si no se ha hecho nada con ella. Si se deja desgastar viendo como el mundo construye sus propios mundos”. Y sin embargo cuando reviso el tiempo que ha pasado desde aquel 30 de junio cuando ella quedó tres metros bajo tierra y yo quedé andando en un lugar que ya había perdido su significado para mí, me doy cuenta que no he hecho nada con mi existencia, que me he quedado viendo como (todo) el mundo construye su(s) propio(s) mundo(s) y el tiempo pasa y sin embargo, nada pasa.

Hace rato me preguntaba cómo era posible perdonar a alguien que –al parecer- no había hecho nada malo y dos noches sin embargo, me cuestioné el porqué se había dado por vencida tan rápido, porque no había impuesto un orden, un norte, una guía de lo que se debía hacer y disponer. Pero nada de eso se dio y hoy, una vez más, tuve que escuchar a mi mamá preguntar “¿cómo serían las cosas si ella estuviera viva?”.

Me parece que a veces no se ha ido, que si bajo las escaleras y asomo la cabeza, surgirá su presencia y veré las luces encendidas y el movimiento de cosas en la cocina o de papeles siendo tirados o el sonido del teléfono y el amable “a la orden”, tan bienvenido y tan característico que ofende escucharlo en cualquier otra voz que no sea la suya. Otras veces pienso, cuando llego de caminar, que está sentada, con un libro en las manos, matando las horas imaginándose otro mundo distinto al suyo propio, porque esa es la estampa que más me gustaba descubrir y observar –siempre de reojo-: la de lectora ávida que encontraba horas muertas dónde no había para leer y olvidarse de todo. No obstante la realidad es otra: ya los libros no tiene dueños, ya el teléfono no suena, ya no hay papeles para rasgar y tampoco hay sábados o domingos donde al llegar te espera una mirada de reojo o al menos una puerta abierta. Ahora hay una oscuridad, una sombra y un silencio absoluto, unas fotos que se llenan de polvo pero que ya ni siquiera dan para rememorar memorias felices porque mirarlas obliga a recordar que ya no está, que se fue, que no luchó, que no fue fuerte, que nadie es eterno y todas esas bobadas que te dicen para justificar una desaparición incomoda e infinita.

Y sin embargo aquí estoy, sentada en una cama, escribiendo a partes lo que me rehúso a hablar, con el deseo de encontrar una respuesta digna a una pregunta que ni siquiera sé muy bien cómo formular.
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